YO que fui enviado, he bautizado por encargo, una Villa con el mismo nombre
de la ciudad natal donde creció ese pobre porquerizo
avergonzando desde su infancia,
que un día soñó conocer el color dorado y terminó cegado bajo el sol.
En esta tierra, donde las peñas a lo lejos
parecen unirse hasta formar la caligrafía de un mensaje secreto
tendrían que habitar los hijos del último sacrificio.
Y los hijos de sus hijos
en este mar pacífico que al reflejarse con el cielo
no se sabe si más allá, primero se termina el horizonte o la luz.
Pero nosotros, que fuimos convencidos
solo buscamos desterrarlos, usando la religión como excusa.
Ignorando que nuestra sangre jamás sería tan pura al igual que la suya.
Porque ellos, no necesitaban hablar el mismo idioma
ni dominar las armas o comprender el libro que les llevamos,
para demostrarnos, con la costumbre de alguien que se siente
protegido bajo el poder de su propio Dios:
la cruel diferencia entre tradición y conquista.
Después de tanto: qué son esta tierra y este mar pacifico sino,
el más hermoso cadáver hecho polvo
mezclado con la sangre de todos los héroes artesanales que defendieron su hogar
y no sintieron ningún temor al olvido
porque sabían que, en el mestizaje de sus descendientes, existiría otro tipo de riqueza.
Yo que fui enviado, ya he visto más de lo que hubiera querido
entre maravillas y últimos ruegos.
Ahora debo esperar que la historia me juzgue
y llevar conmigo el misterio aún sin resolver
del por qué cuando intento recordar la razón del martirio
únicamente siento, que mi orgullo no tiene algún valor, ni mucho menos se justifica.
Por Eduardo Saldaña