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Seremos quince personas, no más. Cristian tiene todo bajo control. No me pondría en peligro, no voy a estar en peligro. El único problema es ese vestido. ¿Cómo se le ocurre comprarme algo así? Tiene una abertura enorme en la zona del ombligo. Y las estrías… quizá si las cubro con maquillaje. No, voy a sudar. Se me derretirá el armazón delante de ellos. Ya puedo oír su sarcasmo. “Elena, ¿y el bebé?”. La nariz les gotea, no pueden evitarlo. Los bebés son ellos.

Cristian me recogerá en la esquina. Tú no lo verás, Renato tampoco. Lloraría. A veces pienso que con solo pestañear entiende más que nosotros. Será sietemesino… pero de retraso, nada. Hasta me da vergüenza recordar lo tonta que yo era de pequeña, con varios años más que él. No sé cómo explicarlo, tiene una habilidad sobrenatural. Cristian también se da cuenta, por eso se incomoda con él. Se siente calato. Yo saco una teta para Nato y él mira como asquiento, como aislado.

Me ha pedido que esté allí. ¿Cómo me iba a negar? Es difícil para él. Me quiere, aun con hijo ajeno, y no es su obligación. Está creciendo. Cuando se enteró del embarazo, pensó que era el padre. Le dije la verdad. Que con él me había cuidado, en cambio con Fernando… Bueno, no tenía caso. ¿Qué protección podía pedirle? Si se oprimía contra mí sin aviso, a lo bestia. No me gusta recordar esos tiempos… pero están las estrías.

Cris jamás me marcaría así. Me engríe. Se desgasta por mí. Hoy fue un vestido, más tarde serán los tragos y la comida. No es que necesite esa recompensa. Siempre le tuve cariño, solo me daba miedo su mundillo. Una cosa es bailar para ellos, como yo, y otra harto distinta es mover mercancía. Aunque fueran unos gramitos, es para que te maten. Ahora que adivino sus razones, la situación ha cambiado. Con él me siento más segura que con nadie.

Vamos a estar fuera hasta las tres y media… máximo. Su intención es presumirme a esos colegas, presentarme como un escudo. Son una docena de imbéciles, no te lo niego. Los he escuchado hablar sobre mí en el celular. “¿Cómo está tu mamacita?”, le preguntan. Cristian se ríe, casi con orgullo. “Mi vieja, bien”. Y ja, ja. Luego, siguen: que esa no, la mamacita con la que tira, no la que le tira de los pelos. Cris los callahuevonea y ahí acaba el tema, ahí acabo yo. No me quejo. Si se atreviera a admitir que soy las dos mamacitas, le llamarían maricón.

Es una de las razones de que te hablo: Cristian vive atemorizado. En cualquier momento, hace una mala jugada y lo balean. No es algo de su trabajo, es todo. Primero, la familia que lo presiona con ser el hombre de la casa; luego, la casa que lo presiona con alquileres, agua, luz… Y los amigos. Ellos joden con lo que se les ocurra ─y si no, maricón─… Lo he visto llorar, perdido. Él, que tan fuerte parece, que tan a salvo me hace sentir. Me necesita esta madrugada.

La última vez que salimos me necesitó. Tenía un paquete que entregar. Renato chilló como nunca en la puerta de la casa. Mientras lo calmaba, los minutos corrían. Cris se enojó. “Calla esa huevada”, dijo, como si el niño fuera una radio que anda mal. Lo resentí. Tú me quitaste a Nato. “Dame, lo sostengo”, ofreciste. Me di cuenta de que era más un reproche que un auxilio. Cristian no. Él ni se fijó en cuánto lo odiamos los tres en ese momento.

Subí al carro en silencio, miré a través de la luna. Estábamos discutiendo. “Eres una puta ingrata”, me reclamó. Yo no le hacía caso, aunque moría de ganas de clavarle un tacón en cada mano. Apretaba el timón con fuerza, como Fernando hacía con mi antebrazo. Me llené de ira, de las palabras que te diría más tarde. Ambos me habían engañado. La atención de Cristian, los obsequios, la paciencia con Nato… eran parte del mismo disfraz con que otro patán me enamoró, embarazó y desapareció. Una careta. No había un Cristian inocente. Nada lo obligaba a ser cruel porque, sino, maricón. Era bestia por naturaleza. Era un monstruo que se ocultaba bajo la cama de los niños, como seguro Nato ya había notado. De todo esto me convencí durante la ruta hasta el local, y todo esto te expliqué cuando me decidí a abandonarlo. Pero hay algo de todo que evité mencionar.

El lugar estaba atiborrado de gente. Cristian intentó agarrarme por la muñeca. Lo esquivé. Estaba hirviendo de cólera. Tomé asiento en la barra. Sola. Notaba a Cristian nervioso, creo que quería quedarse conmigo, tomarme por la cintura y besarme para solucionar los problemas en mi cabeza. Pero no podía, tenía que cumplir con su trabajo. Se apartó a un extremo del lugar, sacó el teléfono y pronunció un par de “puta madre” antes de interrumpirse. Ya imaginas lo que sigue. La policía estaba allí.

Lo vi voltear hacia mí, asustado. Temía el posible desastre: buscarían en sus bolsillos, hallarían la cocaína y se lo llevarían a una carceleta. Y entonces, ¿qué? En ese rincón oscuro con olor a meadas, ¿qué? Cristian sería torturado por nombres, abandonado por los amigos, los jefes, la familia… No podía quedarme quieta y dejar que eso pasara. Me era físicamente imposible. Mi cuerpo entero se aceleró, como si el amor ajustara mi antebrazo para encontrarme el pulso. Me levanté. Logré acercarme a pocos centímetros de él. “A ti no te van a tocar”, me suplicó, tan calmado como sollozante. No juzgues su pedido. Era cierto. Yo era sagrada. «Ni con el pétalo de una rosa», me defendía el abuelito cuando intentabas pegarme con la correa. Y tú me dejabas. Yo era más poderosa que cualquier amenaza, incluso la de un arma.

Asentí a Cristian. Sus dedos se deslizaron por la pretina de mis pantalones ajustados. Allí ocultó los sobres. “Gracias”, susurró. Lo repitió apenas logramos salir. Gracias. “No soy ninguna ingrata”, respondí, dura. Frunció el ceño. Se dio cuenta de que repetí lo que me había reclamado, de que evité la parte más hiriente: esa en la que yo era una puta. “Eres lo único que puede salvarme”. Se quebró por completo. Lágrimas furiosas caían por su rostro, parecían de metal en lugar de agua. Estaba arrepentido.

Hay un motivo por el que no te lo mencioné antes. Me advertiste que Cristian no te daba buena espina, incluso lo comparaste con Fernando… Estás equivocada, como yo lo estuve la noche que me arranchaste a Nato de los brazos. Como yo, sin percatarme, te manipulé para estar. Estaba ahogada de rencor. Lo entiendo mejor ahora. Cristian es distinto. A veces lo posee algo violento, como le pasaba a Fernando, como le pasa a muchos hombres… pero siempre hay una razón. La violencia es la careta. Él, su rostro real y adolorido, me ama. Lo sé porque recuerdo las estrías y los siete meses de espera. Fernando no se preocupaba por lo que usaba, no hablaba de mí con otras personas, no lloraba en mi presencia, no… no era vulnerable conmigo. No me permitía ayudarlo. Eso es mil veces más violento.

El tiempo me ha hecho más sabia, o quizá sea Nato. El bebé llora, Cristian se incomoda y sé que es porque a él nunca le dieron el espacio de hacerlo. Lloró oculto bajo la cama, por eso es fácil confundirlo con un monstruo. Pero está cambiando, está creciendo junto a mí y junto a Nato. Es un gran hombre. O, al menos, lo está siendo de a pocos. Por eso tengo que ir esta noche.

Será en un bar clandestino, a puerta cerrada. Es su última entrega. Después de esto, estará limpio. Me necesita para no ceder a la presión de los demás, para limpiarse en serio. Eso es lo que me asusta. Debo ser fuerte. Voy envuelta en licra, mostrando estrías y otras millones de razones por las que soy insignificante para ellos. Son unos idiotas, pero saben herir como nadie. Saben ganarme a Cristian, una careta a la vez. Piensa en mí, mamá. Reza para que ninguna espina o pétalo me destruya hoy. Y cuida a Nato. Llegaré a tiempo para darle de lactar en el desayuno. Si se despierta llorando, no te preocupes, se le pasa cuando lo sostienen por un rato. Haz eso por mí, mami, por favor. Sostenlo por un rato.

Diandra García nació en Trujillo en el año 2000. Estudia Ciencias de la Comunicación en la Universidad Privada Antenor Orrego. Colabora con artículos de reflexión para la revista virtual Taquicardia. Es columnista en la revista virtual Disicultura, donde aborda temas de identidad, performance y redes. Ha publicado poemas en la Revista Bohemia Liberteña. Obtuvo una mención honrosa en el III Concurso de Cuentos de Amor Universitario.

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Experto en SEO y posicionamiento web en Google, apasionado por los algoritmos de los motores de búsqueda y analista de marketing cultural.

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